Viajo entre las calles de una ciudad que me absorbe en su ruido. Conduzco un auto discreto y - como todo buen conductor - me detengo ante la luz roja de un semáforo. Allí me entrego a los minutos y espero, ya sea con ansias o resignación. De vez en cuando puedo ver una figura que se acerca, aunque a veces me toman por sorpresa. Los vendedores del semáforo buscan colocar la mercancía y yo decido (aparentemente lo hago) si quiero comprar mangos en una esquina para contribuir a la mejor distribución de las riquezas en mi desbalanceado país. Es mi pequeño y miserable acto de justicia.
Pero cuando veo asomarse a un piedrero1, cuando lo veo venir de auto en auto con un vasito en la mano, sin algo que vender, con las manos curtidas y el aspecto siniestro de un espanto, subo inmediatamente la ventana, como si con eso levantara una fortaleza entre el miedo y yo.
Ahí estoy, rogando a Dios que cambie la luz antes de que el tipo llegue a mi ventana. Eso no pasa todo el tiempo, así que en ocasiones me toca tenerlo ahí, al lado, esperando mi contribución a su causa. A veces digo "no, gracias" y me siento ridícula, estúpida, malagradecida, infame. Cargo con esa culpa hasta el próximo semáforo y ya tengo listo mi impuesto a la miseria. Para hacérselo llegar bajo el vidrio apenas lo necesario: dos pulgadas, por donde salen unas monedas que yo procuro agarrar apenas con la punta de los dedos. El hombre lo entiende y acomoda la mano para respetar mi horror de llegar a tocarlo. Transacción completa.
(1) denominación popular para persona con aspecto de drogadicto, como si no fueramos todos un poco drogadictos, gente de muy mal vivir - si es que eso se puede llamar vivir. Viene de la palabra "piedra", la cual aparentemente es una droga de malísima calidad, pero más barata. En fin, en Panamá hemos optado por llamar piedreros a eso que nadie quiere ser y que vive en las calles, hecho mierda.