Me lo contó sin demasiado aspaviento. El hombre había vivido en un cementerio. Debí haber recibido el tema como niño con palabra nueva, porque con su habitual paciencia - la paciencia del viajero - hizo un gesto afable desde el que arrancó a explicar su inusual historia.
Cualquiera hubiera partido del "golpe de suerte" para iniciar el coloquio, pero empezó por llenar el ambiente de afecto y colocó por delante a la fortuna de que existiera gente tan generosa en Managua. Se dedicó a tallar cada detalle de las tantas tertulias que compartió con ese amigo a quien después las circunstancias obligarían - y esto lo dijo desprendido de cualquier resentimiento - a pedirle con mucha verguenza que abandonara su casa en cuanto le fuera posible.
Puedo imaginarme su diáfana sonrisa cuando le dijo sin el menor asomo de preocupación, no sólo que ya tenía donde quedarse, sino que además hacía tiempo que le habían ofrecido posada. Puedo imaginármela, porque por lo poco que sé, esa sonrisa es un sello del poeta.
Esa misma tarde, Otoniel Guevara tomaría sus pocas pertenencias, y después de gastar tiempo en algún café, caminaría hasta encontrar un sitio donde recostar su cansancio.
En aquel entonces, el Cementerio San Pedro no estaba cercado ni custodiado, pero seguramente era tan tenebroso en el imaginario colectivo como lo puede ser ahora, que hay tanto cine de espanto y que se saben las mañas de la brujería. Y no lo digo en plan de niña boba, papel que protagonicé a los doce años, cuando me invitaron a conocer Chiriquí con base en una casa ubicada detrás de un cementerio (antes nunca se me había ocurrido que un mosquito pudiera ser en verdad un fantasma); lo digo porque se sabe sin saberse que en los cementerios...ocurren cosas.
Cuesta entenderlo, pero supongo que uno va cansándose y poco a poco los sitios cambian su dimensión. La fría banca del parque (la primera cosa que probó) puede ser de pronto un portento de cama para alguien que en verdad no sabe a dónde ir. Pasa la noche y se van apagando las posibilidades de que alguien te pueda dar una mano, se van cerrando las puertas que de día parecían dar la sincera bienvenida y el cuerpo se va llenando de un frío que hace añorar la infancia, cuando el calor propio era tarea de los mayores.
De pronto estaba solo y hasta los muertos se resistían a darle compañía, pero como tampoco estaban para llamar a la patrulla, se les acomodó en algún mausoleo de los que todavía quedaban en pie. La madrugada entró, no sin sombras moviéndose o sonidos que en su imaginación se antojaban como ruidos extraños (aunque allí el único extraño fuese él), y al amanecer había logrado burlar la primera noche al desamparo.
El estudiante de periodismo salvadoreño salió entonces a la calle, convencido de que alguna cosa cambiaría su condición de indiGente, pero los días se fueron sumando con las noches hasta hacer un mes. Un mes de sonrisas, de preguntas, de mucho sueño, de cargar con sus
cosas por todo lado hasta que las aguas volvieran al cauce y Otoniel cambiara otra vez de suerte.
Como no es de los que andan pregonando las miserias, de los que uno les pregunta inocentemente ¿Cómo estás? y te sacan la cuadrícula médica, las cuentas por pagar y lo que tenían pensado hablar con el psiquiatra, no fue fácil dejar el domicilio mortuorio. Pero si logró entender que gracias a Dios los latinoamericanos no somos tan civilizados y desarrollados como para preguntarnos cómo, dónde y por qué se debe alojar en casa a un "pobrecito poeta" (que era él en esos tiempos y quien sabe si hoy también).
Ante la seriedad del asunto, me daba verguenza preguntarle una cosa tan banal, pero me arriesgué a indagar dónde se bañaba, y - aunque al principio su respuesta me confirmó que no era lo más importante - me contó que después de las esporádicas licencias de un amigo chileno, terminó en una residencia de señoritas universitarias, quienes sin mayores complicaciones que unas eventuales miradas de sospecha, le prestaron también un corredor más acogedor que el mausoleo, con derecho a ver gente viva pasando al baño y a vivir la gloria de una buena comida en tiempos de abundancia (que no han debido ser demasiados).
Cuando me lo contó lo hizo sin demasiados aspavientos, pero tal vez sabía que me estaba confesando algo que despertaría mi curiosidad. Más allá de mi curiosidad, se despertó mi pregunta dormida, aquella que inició precisamente en Nicaragua, cuando el poema IndiGentes terminaba de completarse. Había tanta gente desamparada, tanta guerra inconclusa, como la que venía dejando Otoniel en El Salvador, que ser indiGente no era siquiera una decisión de rebeldía, como podía ser el caso de Roberto, de Lencho y de otros que prefieren no tener que ver con la gente y que por ello siguen en la calle. ¿Cómo llegamos a esto?
Tal vez este este relato quede como un recuerdo apenas curioso, o quizás se convierta en una anécdota que nos ha regalado el poeta, pero en el fondo los indiGentes siguen siendo esos fantasmas a quienes preferimos ignorar, a menos que den muestras de superación personal y veneración por una sociedad que les fabrica por docenas. Es posible que en estos tiempos, ni siquiera en el cementerio encuentren cabida, como pudo constatar Guevara dieciocho años después, cuando encontró la entrada del ahora "Parque Museo Cementerio San Pedro" con una magistral cerca, con todos los mausoleos restaurados (incluyendo el suyo) y una modernísima categoría de monumento nacional.
La próxima vez que usted pase por un cementerio, no crea que es un lugar exclusivo para los muertos, no piense en fantasma con sábanas blancas, en esqueletos que salen de la tierra, porque algunas veces, por cortesía de algún indiGente, también hay vida en el cementerio.